dilluns, 7 de setembre del 2009

Lo femenino y masculino plural. Aceptar las diferencias para evitar la desigualdad. Por Alfonso Colodrón

Palabra de hombre

En la búsqueda de la justicia, del equilibrio, de la igualdad en derechos de hombres y mujeres se olvidan las diferencias biológicas. No activan el ánimus las mujeres por el hecho de hacerse militares o bomberos. No integran el ánima los hombres por volverse, blandos y emotivos. Se trata de otra cosa que tiene que ver más con la profundidad que con la superficie, con un trabajo de toma de conciencia que con manifestaciones novedosas y espectaculares.

Conocer el principio masculino

y permanecer en la virtud amorosa de lo femenino

es convertirse en el cauce al que todos los ríos confluyen.

Ser corriente de vida del universo significa

caminar por el sendero de la virtud sin desviarse

y regresar a la inocencia original.

(Tao Te Ching, capítulo 28)

Son muchas las expresiones que hay que volver a definir en un tema tan delicado como el de la identidad de género y las relaciones entre mujeres y hombres.

Por mucho que un autor o una autora intentemos ser objetivos y situarnos por encima de nuestra condición de hombre o mujer, siempre correremos el riesgo de no podernos poner completamente en los zapatos del “otro”, de perder algún ángulo de visión. Sobre todo cuando tocamos fibras tan sensibles como la propia identidad, las relaciones de intimidad con la pareja, el amor, la sexualidad, los hábitos cotidianos de convivencia en el hogar… Jung llamó ánimus al principio masculino y ánima al principio femenino, dejando claro que ambos se hayan potencialmente presentes en mujeres y en hombres. El conocimiento, la acción, la transformación se atribuyen al ánimus. La receptividad, la persistencia, el silencio se consideran cualidades del ánima. ¿Pero acaso el máximo conocimiento, transformación y acción no es el alumbramiento de una nueva vida? ¿No es el parto el acto de creación por excelencia? ¿No se atribuye hoy día el silencio y la persistencia más a los hombres?

Parte del problema consiste en confundir lo cultural, lo psicológico y lo biológico. Uno nace macho o hembra, pero se hace hombre o mujer a lo largo de un proceso de socialización, educación, asimilación y diferenciación. También de opciones y elecciones personales en cuanto a orientación sexual, elección de roles y procesos de evolución y desarrollo personales. El expresivo título del ya clásico “Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus”, (John Gray, Random House Mondadori, 1993) se centra en las marcadas diferencias psicológicas entre hombres y mujeres, que explican muy bien los malentendidos frecuentes en las interacciones cotidianas: la mujer que cuenta un problema, simplemente para desahogarse y el hombre que inmediatamente quiere solucionarlo, en lugar de escuchar. El hombre que se siente minusvalorado por recibir un consejo no pedido y se retira a su cueva; la mujer que se siente abandonada por esta momentánea retirada…

Con más detenimiento se tratan diferencias más profundas de formas de pensar, sentir y expresarse en “¡Tú no me entiendes! La semántica de los sexos” ( Wolfgang Schmidbrauer, Herder, 1994). A pesar de ser psicoanalista, el autor pone en cuestión algunos de los postulados de Freud, que llegó a confesar que no había logrado averiguar finalmente qué desean realmente las mujeres.

Estudios más recientes apuntan a una lentísima evolución de los hemisferios cerebrales masculino y femenino, que tendría que ver con siglos y siglos de atribución de roles. Hace años, por ejemplo, se pudo comprobar que un mayor porcentaje de los accidentes de coche laterales eran producidos por hombres, mientras que el mismo porcentaje aproximado de accidentes frontales eran producidos por mujeres. Los investigadores llegaron a la conclusión de que la caza y la guerra, las persecuciones y las huidas repetidas durante milenios habían desarrollado una visión frontal, “de túnel”, en los hombres, en detrimento de su capacidad de visión lateral y circular. Las mujeres, por el contrario, habrían desarrollado más una visión circular, pero no frontal, al haberse encargado del mantenimiento del fuego y cuidado de la descendencia, despreocupándose de todo lo que no estuviese a unos metros de distancia.

Son sólo unas pinceladas para llamar la atención sobre un hecho: gran parte de las dificultades de relaciones de pareja son debidas al falso presupuesto de que, si hay amor, el otro va a responder a nuestras expectativas. Va a reaccionar del mismo modo en que reaccionaríamos nosotros. Va a hablar el mismo lenguaje verbal y corporal al cabo de unos meses. Pero resulta que a medida que van pasando los meses y los años, en lugar de más conocimiento lo que suele surgir es más extrañeza, incomprensión frustración y desacuerdos. Si se partiera de la base de que ambos, mujeres y hombres, somos recíprocamente extraterrestres, haríamos el esfuerzo de aprender cuál es la atmósfera de Marte y cuál es la de Venus –o tal vez que se sea capaz de vivir sin atmósfera-; cómo son en esos planetas los amaneceres y las puestas de sol, cómo comunican los marcianos y las venusianas entre sí. Claro, suponiendo que comuniquen, porque los marcianos comunican poco y mal y, si hay venusianas por medio, entran en una fase ridícula de competencia y competitividad.

Cuando se toma conciencia de las diferencias, se puede volver a reconstruir la unidad original. Somos humanos por encima de todo, antes de ser hombre o mujer, rico o pobre, blanco o negro, joven o viejo. Sin embargo, no es posible saltar etapas, porque la violencia de género y sus desigualdades son algo desgraciadamente muy real.

Se supone que ellas siempre son las víctimas, pero el hecho de que sufran más la violencia en cantidad y en intensidad no puede borrar otras realidades. El primer “maltratador” que tuve en consulta era un joven que acudió con un gran complejo de culpa porque había dado una bofetada a su pareja. A lo largo de las sesiones resultó ser él la víctima de una mujer algo mayor que él, con más capacidad adquisitiva, mucha más cultura, con un rico mundo de relaciones y propietaria de la casa común. Él, más inculto, con menos habilidades sociales, de una extracción social más baja, hacía de criado en las fiestas que ella organizaba, mientras ella le descalificaba ante sus amigos. Todo esto no justificaba en absoluto la violencia física, pero ponía en evidencia una necesidad. Él necesitaba un aprendizaje emocional para establecer límites o romper la relación, sin utilizar lo único que socialmente había aprendido desde pequeño: la violencia física desde la superioridad puramente corporal. Como el protagonista de “La Doncella Rey” (Robert Bly y Marion Woodman, Edad, 2000), su historia no era de heroísmo, sino de fracasos y reparación. Pero le faltaba el final: vislumbrar el aspecto extático de lo Femenino profundo e integrarlo en su vida.

Estos y otros muchos casos son los que me han llevado a la convicción de que la mayoría de los hombres necesitamos un trabajo de introspección, de aprendizaje emocional y de apoyo entre otros hombres, si queremos relacionarnos en plano de igualdad con las mujeres, sin caer en lo que Luis Bonino, coordinador del Centro de Estudios de la condición masculina, llama los “micromachismos” o la violencia invisible instalada en las parejas, en donde siempre los maltratadotes son los demás, los que salen en los periódicos.

Y este trabajo de desarrollo personal y de implicación social no parte de un sentimiento de culpabilidad ni de una actitud de hostilidad frente a las mujeres, sino de la convicción de que la masculinidad afirma y sostiene la vida. De la experiencia personal y grupal de que los hombres no somos rivales y de que, cuando cooperamos en lugar de competir, somos capaces de co-crear junto a las mujeres, un mundo justo, armonioso y bello. Un mundo amoroso en el que se han integrado lo masculino y lo femenino que yace en la profundidad de cada mujer y de cada hombre.

Alfonso Colodrón

Terapeuta gestáltico y consultor transpersonal

tao@alfonsocolodron.net

www.alfonsocolodron.net

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