En una de sus últimas intervenciones en esta Tribuna (Sobre la identidad democrática), Fernando Savater dibujaba magistralmente las diferencias entre una "cultura de la identidad", caracterizada por formas de adhesión primarias a lo que ya somos, y la identidad democrática, que definía como "una manera de estar junto a otros, para convivir y emprender tareas comunes, pese a las diferencias de lo que cada uno es o pretende ser". Extremos destacados de la cultura de la pertenencia serían las identidades religiosas, las idiosincrasias nacionalistas y las perspectivas "llamadas de género". Ahora bien, mientras que la idiosincrasia nacionalista es difícilmente conjugable con el concepto moderno de ciudadanía, el imperante feminismo de la diferencia constituiría una especie de perversión identitaria con respecto a las aspiraciones cívicas que inspiraron al feminismo clásico.
Al igual que el nacionalismo excluyente o cualquier otra ideología que establezca distinciones ontológicas entre los seres humanos, lo que define al feminismo radical es su sectarismo. Lo expresa muy bien Odo Marquard: "Buscan chivos emisarios, diablos generados desde dentro, humanos-no humanos, a los que cuelgan el blasón de ser los autores de la infelicidad en la historia, de modo que los agentes del progreso puedan estilizarse como exclusivos portadores de la felicidad, o sea, como salvadores". La propia denominación "violencia de género" proyecta una sombra de sospecha sobre cualquier individuo por su mera pertenencia a un determinado sexo. La prueba: la exclusión de las estadísticas oficiales de las víctimas que pertenezcan al sexo masculino o a los colectivos de gays y lesbianas.
Si el nacionalismo es, en definición de Santayana, "la indignidad de tener un alma controlada por la geografía", el feminismo, en su formulación más identitaria, consistiría en tenerla dominada por el sexo. Los individuos devienen, así, arquetipos: simplificaciones más o menos estereotipadas en las que cualquier rasgo de singularidad se convierte en la expresión de una imperfección o deficiencia que debe ser suprimida. Por eso, aunque este tipo de perspectivas introducen una dimensión de anomia que perjudica la salud democrática de toda la sociedad, quizá sus víctimas más directas sean, paradójicamente, las propias mujeres.
Al confundir igualdad con homogeneidad, el feminismo feroz interpreta que cualquier opción personal que no comulgue con sus parámetros supone una agresión potencial contra las determinaciones convencionales de la Idea. El pretexto de Procusto será, a tales efectos, la apelación a la dignidad, que no es nunca la dignidad de las personas concretas, sino la que totémicamente le es asignada al ídolo ideológico por la minoría sacerdotal que custodia sus esencias: quien domine el arquetipo tendrá el poder de decretar qué es lo bueno y qué es lo malo. Los vientos que nos llegan desde esas orillas no son nunca, por tanto, vientos de emancipación, sino manifestaciones de un puritanismo adusto que se reafirma en las mismas prácticas con las que lo ha hecho siempre toda forma de puritanismo: la prohibición y la censura.
Como en toda ideología cerrada se juega con dos recursos cardinales: en primer lugar, la descalificación integral de cualquier crítica que venga a poner en evidencia la naturaleza de sus excesos. El segundo, es la conminación a que cualquier diferencia, por razonable que pueda ser, debe ser silenciada para no hacer el juego a aquello que se pretende combatir. Afirmar, por ejemplo, que no todo vale para combatir la "violencia de género", supone la acusación fulminante de ser al menos cómplice, cuando no instigador de la misma.
Los perjuicios que de ello se derivan resultan inobjetables: la ruptura, por ejemplo, de los principios sacrosantos de igualdad ante la ley y de presunción de inocencia que instaura la Ley integral contra la violencia de género, no puede ser considerada progresista. La resistencia del feminismo radical al reconocimiento legal de la custodia compartida de los hijos no sólo es intrínsecamente reaccionaria: es machista. Parte de la rancia convicción de que el cuidado y la educación de los hijos es un asunto predominante, si no exclusivamente, femenino. Lo mismo ocurre con el paternalismo a partir del cual se instituyen los sistemas de cuotas, tan ofensivos para todas aquellas mujeres que son conscientes de sus propias virtualidades. La excelencia, declaraba una neurobióloga, no es un asunto de hormonas sino de neuronas. Lo peor de ello no son sólo los asaltos potenciales o efectivos contra algunos de los principios funcionales del Estado de derecho, sino las reticencias sociales que se van acumulando contra algunos de los postulados verdaderamente igualitaristas del feminismo más cívico.
Desde tales presupuestos, no debe parecer extraño que entre muchos que se consideran progresistas hayan ido cundiendo ciertas prevenciones con respecto a algunas manifestaciones del feminismo. No del feminismo de la razón, que parte de los ideales del universalismo ilustrado para denunciar cualquier discriminación por motivos de sexo y reivindicar una igualdad efectiva entre todos los ciudadanos, pero sí de ese feminismo feroz que ha suplantado los ideales emancipadores del feminismo clásico, y que Nietzsche hubiera identificado como una expresión arquetípica de la moral del resentimiento.
Manuel Ruiz Zamora es historiador del arte y filósofo.
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