En el antepenúltimo
post escribí mis impresiones sobre cierta forma
de entender la educación afectivo-sexual a partir de la visita al blog de una
profesora que hace apologética de su lesbianismo y tilda de “machitos” a los
alumnos varones cuyo nivel de conciencia no alcanza los valores que postula el
neofeminismo. En concreto, yo trataba de argumentar que el narcisismo me parece
un valor nefasto, un anti-valor, para los jóvenes (bueno, también para nosotros
los adultos que tampoco nos libramos de ello). Los que nos dedicamos a la
enseñanza, y también a la educación emocional, vemos como los adolescentes ya
sufren bastante con el “no sé que me
pasa, y nadie me entiende”, es decir la confusión y los cambios que les
toca afrontar en esa edad. Mi impresión es que los discursos progres de
liberación homosexual, con su insistencia en las políticas de identidad, están tan trufados de narcisismo que muy
poco van a ayudar a nuestros adolescentes construirse una personalidad sana y
autónoma.
Un compañero de
profesión me tildó de “macho que teme
perder privilegios” en el blog y en un mailing list de profesores de
filosofia. Este deslizamiento del debate de ideas al ataque personal se llama
falacia ad hominem, un recurso ante
la falta de argumentos. En este caso, el ataque parecía venir de una altura
moral superior, de una persona comprometida con la igualdad que había
renunciado a no sé qué privilegios gratuitos, mientras que otros parece que tenemos
miedo de perderlos. Al exigirle que detallara cuales son esos privilegios y
favoritismos que estoy gozando (no me quedó claro si los gozo por ser hombre o
por pensar lo que pienso), el inquisidor pro-feminista soltó una perorata llena
de bonitos lugares comunes en que afirmaba ser muy demócrata y que “ser demócrata es ser feminista porque la
democrácia exige la igualdad...” etc. Vamos, la típica estrategia de lanzar
una acusación para poner el acusado a la defensiva (“glups, que no me llamen
machista, que no me consideren cómplice del maltrato a mujeres…”) con la cual el
acusador ya no necesita argumentar cómo llegó a tal superioridad moral.
En ese momento
intervino Emilio, -del imprescindible blog "Personas no género" para un análisis
de las contradicciones cotidianas de lo que acertadamente llama neofeminismo-
con una pequeña experiencia personal –pero muy signficativa- que contradecía
esa fácil identificación de (neo)feminismo con democrácia. En concreto la
censura (una más...) de este comentario en el blog “mujeres” del diario El
País: “ No es de recibo que un profesor de Derecho constitucional pueda mostrar tan poco respeto por los derechos de las personas y en concreto por los de Francisco Garzón y realice una mascarada como la que este artículo representa"
Entro a leer el
artículo "El macho veloz" sobre el maquinista del tren accidentado en Galicia y me quedo asombrado no sólo ante la falta de respeto que dice Emilio,
sino sobre todo ante lo que he llamado actitud
inquisitorial. Ésta consiste en buscar “malos” a los que denunciar para que
uno pueda reafirmarse como “bueno” y absolverse así de un mal omnipresente. De esta característica inquisitorial no se libran
los discursos progres con su narcisismo victimista que necesitan encontrar
opresores por todas partes (y no estoy diciendo que no haya opresores, sinó
hablando de la actitud que necesita encontrarlos como sea) . El neofeminismo es
un ejemplo excelente de esa actitud. Me
ha recordado un memorable post del blog “buenamente” en que se comparaba esa ideología con una
religión que se queda sólo con la culpa sin posibilidad redención a no ser que
se abraze el dogma: “Según el guión establecido, para intentar redimirse de los pecados de
su género y sus malévolos efectos, los hombres han de convertirse al feminismo
radical y abominar constantemente de su condición corrupta en señal de pública
penitencia. A partir de este rito iniciático, y sólo si se ajustan fielmente al
guión que le ha preparado el feminismo radical esos hombres se harán acreedores
de cierta indulgencia”.
En el artículo que
censuró el comentario de Emilio, se trata de señalar con el dedo acusador
(igual que hizo el diario ABC, en su caso para disimular la posible
responsabilidad del gobierno) al maquinista del tren siniestrado en Galicia, en
este caso como reo de los peores males de una masculinidad por desgracia muy
prevalente todavía. Ante tanto dolor por el accidente, y si es verdad todo lo
que se dijo en los periódicos del maquinista, puede comprenderse que el profesor universitario no logre una visión compasiva de ese trabajador. El inquisidor
detalla bien los males de esa masculinidad poco evolucionada que tanto daño
está causando a demasiados hombres, pero solamente para justificar su
adscripción al modelo neofeminista, por eso tiene que cargar personalmente contra
el maquinista sin ningún escrúpulo como si esa masculinidad no tuviera nada que
ver con él, ya que ese modelo neofeminista, como dice E. Jimeno de "Buenamente", sólo tiene
para los hombres el ser mamá-bis o la auto-flagelación, puesto que el mal reside en
ellos.
Esa esa necesidad de
acusar con el dedo al “malo” para absolverse a si mismo es lo que llamo la
actitud inquisitorial. Ya se sabe, los
neoconversos siempre han sido los inquisidores más crueles; cuando la
autoflagelación no basta hay que buscar a otros para flagelar. Sobre esa
cuestión de la culpa alimentada por inquisidores combatientes de un mal que no
deja de crecer también me viene a la memoria un texto de Ayn Rand que ya cité
hace tiempo en que se revuelve contra los inquisidores que escupen "el mal" hacia otros.
Lo que Emilio
simplemente llama “no es de recibo que un
catedrático” le “falte el respeto”
a mi me ha hecho pensar de nuevo en Pier
Paolo Pasolini, al que en el último post citaba por acuñar en los años 60 término “fascismo de
izquierdas” para referirse a ciertas actitudes contestatarias de su época
promovidas por burguesitos que se pretendían revolucionarios. Este artículo del
blog mujeres donde el catedrático “progre” necesita compararse con el currante
obtuso y machista (“yo no soy como él”)
me ha hecho recordar otra vez la clarividencia profética de sus denuncias. Cuando
en su época se producían disturbios entre estudiantes y policía, Pasolini se
ponía del lado de los policías, a los que llamaba “hijos del pueblo”, en contra de los estudiantes que tildaba de “hijos de la burguesía”. Sus lúcidos
análisis para llegar a esta provocativa conclusión son demasiado complejos para
reproducirlos aquí. Tiene que ver con la actitud sectaria que Pasolini
detestaba en los pretendidos liberadores sociales. A quien no conozca sus
escritos le sería fácil reducirlo a un facha demagogo por tales provocaciones, pero
Pasolini era un espíritu libre que estaba en las antípodas del fascismo, al que
combatió denodadamente y según algunos fue lo que finalmente le costó la vida.
Frente a todo stablishment (ahora
diriamos lo “políticamente correcto”) era un auténtico cristiano de Jesús de
Nazaret, rechazado por los católicos y el Vaticano porque se proclamaba
comunista, y rechazado por los comunistas por su homosexualidad. Con la
inquisición progre que ahora tenemos, me temo que ahora sería exaltado por su
homosexualidad y abominado por su cristianismo (en su época las feministas ya
lo atacaron por sus declaraciones acerca del problema del aborto), con lo cual
pienso que su insobornable escritura nos resulta más necesaria que nunca, pues el
sectarismo de género, como en su época el “fascismo de izquierdas”, cada vez se
está volviendo más ciego, más poderoso y más intolerante. Para muestra, la anécdota
de la censura a Emilio, y que diarios de la talla intelectual del “El País”
contínuamente alberguen en sus páginas estas muestras de guerras culturales (el dogma neofeminista) que no sólo enmascara la
vieja lucha de clases de Marx, sinó que distrae de cuestiones de liberación
muchísimo más urgentes.
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