Vaig escriure a
Per una altra banda veig que una mera carteta a l'editor no serveix de gaire per encetar un debat seriós sobre la cientificitat de
Malgrat tot, des d'aquest raconet, aniré difonent aquestes raons com pugui. Això de
Vaig escriure a
Per una altra banda veig que una mera carteta a l'editor no serveix de gaire per encetar un debat seriós sobre la cientificitat de
Malgrat tot, des d'aquest raconet, aniré difonent aquestes raons com pugui. Això de
Las acertadas críticas del postmodernismo en los últimos 50 años han mostrado a la psiquiatría como ciencia que, para dar cuenta de la comprensión de las patologías mentales, el paradigma empírico biomédico causal es insuficiente, y que éste debe ser complementado con las disciplinas que esta corriente ha desarrollado: pragmática del lenguaje, sociología de la ciencia, etc. Dicho de otra manera, según las corrientes más sólidas del postmodernismo: toda ciencia es un constructo, ya que no es independiente del lenguaje con el que está formulada
Pero otra cosa muy diferente es que, como sucede en el nº 102, se soslaye el paradigma empírico –que fundamenta la legitimidad de la ciencia médica- y se pretenda dilucidar la cientificidad del SAP acudiendo únicamente a la hermenéutica y la crítica textual, es decir haciendo filosofía. El peligro de enredarse en el manejo de las categorías postmodernas, como les ha sucedido a sus autores, junto con la nula fundamentación empírica de sus afirmaciones –no aportan ningún estudio de casos que las sustenten-, les ha conducido a un relativismo que poco tiene de científico y mucho de ideológico.
Aún más: para levantar su constructo negacionista del SAP han recurrido únicamente a la obra de Gardner, que acuñó el término SAP a mediados de los 80, y han ignorado las numerosas ampliaciones, correcciones y revisiones producidas los últimos quince años (en España mismo hay publicadas tesis doctorales –basadas en investigación empírica de casos, no en crítica textual postmoderna). Y no sólo eso, sino que de esa obra obsoleta han seleccionado ad hoc los pasajes que más les interesaban para que encajasen en su invectiva ideológica erigida de antemano, siguiendo así las peores prácticas de cierto deconstructivismo postestructuralista que tantos desatinos produjo las últimas décadas.
Así, leemos que se atribuye al SAP que “apela a la falsedad inherente a los niños” “este concepto es clave para definir toda denuncia como falsa” “niega el papel del progenitor designado como alienado en el propio rechazo” “la mujer es la causa principal del SAP” “la alienación se trata como crónica” y otros muchos disparates que ningún profesional competente que trabaje con el SAP incorpora a su praxis –sin aportar ninguna demostración de quien, cuando y en donde han sucedido cosas tan tremendas.
Una de las virtudes del postmodernismo ha sido la de “deconstruir” discursos que se pretendían científicos u objetivos pero que de hecho oprimían o marginaban sectores sociales. Sin embargo, en ese noble afán deconstructivista no todo vale, ni todo (especialmente la ciencia) es un simple texto que se pueda interpretar según la corrección política del momento. Entre los defectos del postmodernismo se encuentra que puede alentar un relativismo no sólo epistemológico sino también moral. La visibilización de grupos cuyos derechos se vieron marginados a veces ha alimentado una “cultura de la queja” que utiliza el victimismo como argucia para conseguir derechos especiales sin deberes, con lo cual la universalidad de los Derechos Humanos queda erosionada.
La bienintencionada preocupación por la violencia de género que aún sufren ciertas mujeres ha llevado a los autores del nº
Un posible ejemplo puede estar en la sentencia nº256/08 de
Con la moda postmoderna, las revistas universitarias de los Cultural Studies y los Gender Studies repetían que la ciencia es ideología. Ahora parece que en el nº102 de
[1] Se puede leer un desarrollo de esta argumentación en http://www.filo.cat/textos/tesinasap.pdf
En África y Latinoamérica es costumbre que los hombres hagan hijos a las mujeres, se ausenten durante algo más de una década y vuelvan a reclamar lo que –según ellos- es suyo, pidiendo al muchacho o a la muchacha que les trabaje o sirva, para saldar la deuda que tiene con ellos por haber nacido. Las señoras están allí totalmente resignadas a trabajar en la casa propia y fuera, en función directa de lo que necesite su prole, mientras los señores trabajan (cuando mucho) en uno solo de esos ámbitos. Los divorcios y separaciones tampoco provocan una merma notable en la renta del progenitor varón. En ese régimen selvático el animal de mayor tamaño come más, duerme más, trabaja mucho menos e incluso pretende que los otros miembros de la familia le rindan pleitesía, como si el destino le hubiese conferido un espíritu superior. Lógicamente, para las nativas casarse con un holandés o un canadiense puede parecer paradisíaco. En Asia, donde las gentes son bastante más laboriosas por término medio, la situación no es tan mala para el género femenino, pero tampoco halagüeña. En países islámicos las mujeres vienen a ser una cosa mueble de naturaleza particular, y el hinduismo mantiene vigente la compraventa de esposas. En zonas de predominio budista las nacidas en hogares humildes son instadas a ejercer la prostitución en beneficio de padres y hermanos pequeños, pues aquí también se entiende que los jóvenes deben pagar su crianza de alguna manera. Si la joven es dispuesta y agraciada físicamente saldará esa deuda en pocos años; cuando no sea ése el caso, o tenga escrúpulos, puede servir -muy mal pagada- en alguna casa, o asumir oficios aún más físicos, como la construcción o la estiba. Derivada de un derecho y una educación desigual, dicha situación no parece modificable sin que las africanas, las sudamericanas y la asiáticas organicen el cambio, pues de todos los bienes terrenales la libertad es el que más depende de conquistarlo uno mismo. Si las víctimas construyen esos cauces de reforma, se unirán a la protesta no sólo toda la mitad femenina de cada mundo, sino parte importante de la mitad masculina, como sucede en nuestra cultura. Pero no deja de ser llamativo que allí donde más se requiere organizar una resistencia, y la cohesión del proyecto común, más falten tanto lo uno como lo otro. Eso maniata a la parte civilizada del mundo, que puede apoyar las reivindicaciones de muchas maneras, aunque en modo alguno inventarlas. El principio libertario de no injerencia, establecido para proteger la esfera privada ante coacciones externas, vale aquí tanto como para el derecho a una búsqueda personal de la felicidad. Eso quiere decir que sólo será legítimo inmiscuirse cuando las medidas sean reclamadas de modo expreso, inequívoco y mayoritario. Una versión simplista atribuye el atraso en las costumbres a potencias coloniales, que con su mezcla de explotación y misiones demolieron sociedades prósperas, pacíficas, ajenas a la esclavitud y más atentas a los derechos de la mujer. Lo que cuentan algunas crónicas es más extraño, e incluso políticamente incorrecto. Herodoto menciona que en Babilonia la virgen se emancipaba acudiendo al templo hasta que algún varón arrojase una moneda en su regazo –tanto daba de oro como de estaño-, y yaciendo con él. Este rito, que a algunas les tomaba años (por falta de aspirante a sus favores), era el examen de grado para elegir cualquier cosa ulterior: matrimonio, soltería o promiscuidad. No tan distinta, la costumbre de muchas campesinas asiáticas es pasar unos años (tres o cuatro a partir de su primera menstruación) en la aldea natal, tejiendo y destejiendo las relaciones juveniles contraídas, otros tantos años en la profesión de Afrodita y, finalmente, volver a su pueblo con recursos para vivir en familia o para establecer un nuevo hogar por matrimonio. Dos libros recientes de antropología social -Las hermanas de Patpong de Cleo Odzer, una investigadora norteamericana, y otro de entrevistas a chicas de alterne en Bangkok, debido a R. Ehrlich y D Walker- niegan que esta situación les parezca un trabajo especialmente degradante o destructor, y confirman la falta de estigma social. En ese país las mujeres se piropean unas a otras exclamando: “¡estás guapa como una putilla!”. Aunque se encuentren separadas por milenios, nada es de peor agüero en estas tradiciones que el himen de la púber, justamente al contrario de lo que establecen monoteísmos como el cristiano, el hindú o el islámico, donde dicha membrana constituye una propiedad familiar y sólo se enajena por enlace formal. En sociedades avanzadas las relaciones heterosexuales son tan libres, desde la pubertad en adelante, que incluso instituciones tradicionalmente protegidas por el tabú y la pena capital –empezando por el adulterio- han dejado de figurar en los códigos penales, y no son alegables tampoco a efectos de reparación económica. De hecho, quienes asumen ahora las grandes controversias teóricas son colectivos gays y lésbicos, hasta el extremo de que los bibliotecarios anglosajones han troquelado la categoría “estudios queer” para clasificar una amplia producción de sociología, psicología, historia, literatura, religión y filosofía moral. Uno de sus temas recurrentes es dilucidar si la heterosexualidad resulta “una construcción del poder a través del lenguaje” (como propuso Foucault en su Historia de la sexualidad) o algo apoyado en sustratos orgánicos y genéticos. El otro gran dilema es adherirse a la corriente “integracionista” o a la corriente “separatista”, también llamadas acomodaticia y radical respectivamente. Como están privadas todavía del acceso a matrimonio y adopción, esas personas dicen –en los términos de Boti García Rodrigo, copresidenta del Colectivo de Gays y Lesbianas de Madrid (Cogam)- que “somos ciudadanos de segunda clase, objeto de burla e insulto, para quienes la democracía no ha llegado aún”. En una pequeña ciudad tailandesa, viendo a dos peones de albañil femeninos preparar cemento, mientras al otro lado de la calle unas rameras juveniles piden a panzudos turistas que simplemente se dejen acompañar por ellas, estaba fuera de duda que si una mujer le cortase el pene a su marido mientras duerme sería castigada, con mayor o menor rigor atendiendo a las circunstancias del caso. No hace mucho, en los USA, una mujer fué declarada inocente y absuelta tras hacer precisamente eso a un esposo dormido, con el respaldo de algunas asociaciones que propugnaban talas fálicas indiscriminadas si se producía otro veredicto. El feminismo belicoso prolifera mucho donde ya reina una igualdad jurídica, y prácticamente nada donde esa igualdad brilla por su ausencia, como sucede en Asia, Africa o Latinoamérica. Los cínicos dirán que el varón resulta menos apreciado -o consentido- allí donde menos canalla resulta con su media naranja. Por otra parte, se entiende perfectamente que un rencor indisimulado sólo aflore al diluirse el miedo a represalias domésticas y públicas. Pero la emancipación de la mujer es irreversible, y veremos si en aquellas regiones donde más urge viene acompañada en la misma medida por ánimos de revancha. Ateniéndome a Asia, hombres y mujeres parecen coincidir en lo que sugiere un viejo refrán: nadie es más que nadie (aunque no podamos ser más distintos los unos de los otros).
Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org
Para los hombres, la capacidad de proveer no sólo representa una cierta posición social, sino que garantiza los derechos a una cierta independencia económica. Dadas las potentes conexiones entre el trabajo y la masculinidad, no es sorprendente que el desempleo traiga consigo el estigma de una masculinidad fallida y de una dependencia “forzada”. De hecho, los medios de comunicación invariablemente pintan al hombre desempleado como “hombre derrotado”, atrapado, en peligro, como si estuviera en alguna medida castrado y reducido a pasar sus horas en el hogar “femenino”. La fuerza de la identidad de género como ideología se deriva del hecho de que a la hombría se la confunde fácilmente (y deliberadamente) con la masculinidad biológica. Así, a las construciones ideológicas se les otorga el estatus de “lo natural”.
En este contexto, no es una coincidencia el que los valores masculinos reflejen los valores que caracterizan la economía y la ideología del capitalismo actual: competitividad, autoridad, individualismo, fuerza, agresión y jerarquías. De hecho, la noción del hombre “proveedor”, tal como existe actualmente, surgió con el advenimiento del capitalismo industrial en la segunda mitad del siglo diecinueve. En la sociedad precapitalista, si bien la masculinidad y el patriarcado eran afirmados mediante el trabajo en la transmisión de ocupaciones de padre a hijo, la producción era generalmente una empresa llevada por toda la familia desde el hogar (comunidades agrícolas y artesanales). Además, en el contexto de la obligación general de trabajar, la masculinidad adquiere un especial significado político. Dado que los hombres perciben el trabajo como parte integral de la identidad masculina, como una responsabilidad “natural”, la masculinidad funciona en la práctica como un elemento que refuerza la actual organización del trabajo y como un freno para que surja una nueva organización. De manera similar, es más probable que los hombres desempleados vean su suerte como una derrota personal y no como una razón para cuestionar el sistema que los convierte en inservibles para producir y para consumir.
Este aspecto de la masculinidad es particularmente importante cuando se analizan cuestiones de clase. El trabajo raras veces es una experiencia gratificante o satisfactoria. No es el lugar donde se cumple la promesa de la independencia o del poder masculinos. Por el contrario, el ingreso al trabajo de un joven suele ser en la práctica una garantía de subordinación constante, a no ser que pueda escalar puestos. En muchos trabajos, esto es imposible. Largas horas, bajos ingresos, tareas repetitivas y en absoluto desafiantes, monotonía y una continua subyugación a la incuestionable autoridad del jefe caracterizan la realidad del trabajo para la una inmensa mayoría de hombres y mujeres, sobre todo si tienen una baja cualificación profesional. Como consecuencia, el estilo de masculinidad de los hombres de los escalones inferiores de la sociedad tienden a compensar la falta de poder político y económico con un estilo de machismo más inmediato y agresivo. También sirve para promover formas de solidaridad colectiva en el lugar de trabajo, en los rituales de camaradería que se evidencian en las bromas, el consumo de alcohol, etc. Los “rituales machistas” en el lugar de trabajo, más que desafiar la organización del trabajo, la hacen tolerable. Ciertamente, la masculinidad alienta a los hombres a identificarse como grupo, en oposición a las mujeres, evitando que hombres y mujeres se identifiquen como trabajadores subordinados con intereses de clase particulares. En este sentido, la masculinidad genera solidaridad entre hombres de clases diferentes. Por otro lado, las relaciones entre hombres en el lugar de trabajo tienden a ser en general defensivas y superficiales. Esto podría atribuirse en gran medida a la competitividad, la represión de las emociones y la homofobia de la masculinidad convencional.
Por su parte, la masculinidad de la clase media tiende a definirse más por la autodisciplina que por las relaciones de autoridad, más por el individualismo que por metas colectivas o culturales. Si bien la masculinidad de la clase media cultiva un estilo más austero y restringido, ciertamente no es menos misógina, competitiva o dominante. La masculinidad, aunque fracturada parcialmente por la clase, une a los hombres como grupo al permitir actitudes y conductas sexistas. Sin embargo, es importante recordar que el poder no es compartido de igual forma entre todos los hombres: es la minoría de hombres con elevados ingresos la que ejerce mayor influencia en las instituciones que refuerzan y mantienen el sexismo, los estereotipos de género y los patrones de la organización del trabajo.
En general, el movimiento de hombres antisexistas ha evadido, hasta cierto punto, el abordaje de los asuntos de trabajo y clase.
Probablemente en esto haya dos razones principales. En primer lugar, los asuntos relacionados con el trabajo, el capitalismo y sus conexiones con el sexismo y la masculinidad son relativamente difíciles, y a menudo no se los considera particularmente relevantes. En segundo lugar, el movimiento de hombres es un fenómeno predominantemente de clase media y, debido a las divisiones de clases sociales, no comparte una base cultural común con los hombres que no pertenecen a la clase media.
Los movimientos de hombres deberían considerar que, aunque suelan priorizar el desarrollo personal, no es probable que consiga atraer a muchos hombres de la clase trabajadora. La mayoría de éstos no tiene la energía, el tiempo libre o la libertad personal que se requieren para tal compromiso. El movimiento de hombres debe llevar activamente su lucha contra el sexismo a la cultura del lugar de trabajo, y esto probablemente pueda lograrse mediante proyectos conjuntos con los sindicatos. Esta tarea también necesita ser realizada sin perder de vista las realidades de la estructura del trabajo. Por ejemplo, no es probable que la mayoría de hombres de la clase trabajadora algún día cercano tenga suficiente seguridad laboral ni “valor de mercado” como para conseguir el establecimiento de disposiciones para lograr, por ejemplo, permisos de paternidad en la práctica. El futuro de los grupos políticamente movilizados en torno a los asuntos de violencia masculina, sexismo y masculinidad radica en su capacidad de apreciar adecuadamente y actuar sobre las interconexiones de todas las formas de opresión.
Por Mike Leach
Alfonso Colodrón.
Terapeuta gestáltico y consultor transpersonal.