FEMINISMO Y OPRESIÓN
En África y Latinoamérica es costumbre que los hombres hagan hijos a las mujeres, se ausenten durante algo más de una década y vuelvan a reclamar lo que –según ellos- es suyo, pidiendo al muchacho o a la muchacha que les trabaje o sirva, para saldar la deuda que tiene con ellos por haber nacido. Las señoras están allí totalmente resignadas a trabajar en la casa propia y fuera, en función directa de lo que necesite su prole, mientras los señores trabajan (cuando mucho) en uno solo de esos ámbitos. Los divorcios y separaciones tampoco provocan una merma notable en la renta del progenitor varón. En ese régimen selvático el animal de mayor tamaño come más, duerme más, trabaja mucho menos e incluso pretende que los otros miembros de la familia le rindan pleitesía, como si el destino le hubiese conferido un espíritu superior. Lógicamente, para las nativas casarse con un holandés o un canadiense puede parecer paradisíaco. En Asia, donde las gentes son bastante más laboriosas por término medio, la situación no es tan mala para el género femenino, pero tampoco halagüeña. En países islámicos las mujeres vienen a ser una cosa mueble de naturaleza particular, y el hinduismo mantiene vigente la compraventa de esposas. En zonas de predominio budista las nacidas en hogares humildes son instadas a ejercer la prostitución en beneficio de padres y hermanos pequeños, pues aquí también se entiende que los jóvenes deben pagar su crianza de alguna manera. Si la joven es dispuesta y agraciada físicamente saldará esa deuda en pocos años; cuando no sea ése el caso, o tenga escrúpulos, puede servir -muy mal pagada- en alguna casa, o asumir oficios aún más físicos, como la construcción o la estiba. Derivada de un derecho y una educación desigual, dicha situación no parece modificable sin que las africanas, las sudamericanas y la asiáticas organicen el cambio, pues de todos los bienes terrenales la libertad es el que más depende de conquistarlo uno mismo. Si las víctimas construyen esos cauces de reforma, se unirán a la protesta no sólo toda la mitad femenina de cada mundo, sino parte importante de la mitad masculina, como sucede en nuestra cultura. Pero no deja de ser llamativo que allí donde más se requiere organizar una resistencia, y la cohesión del proyecto común, más falten tanto lo uno como lo otro. Eso maniata a la parte civilizada del mundo, que puede apoyar las reivindicaciones de muchas maneras, aunque en modo alguno inventarlas. El principio libertario de no injerencia, establecido para proteger la esfera privada ante coacciones externas, vale aquí tanto como para el derecho a una búsqueda personal de la felicidad. Eso quiere decir que sólo será legítimo inmiscuirse cuando las medidas sean reclamadas de modo expreso, inequívoco y mayoritario. Una versión simplista atribuye el atraso en las costumbres a potencias coloniales, que con su mezcla de explotación y misiones demolieron sociedades prósperas, pacíficas, ajenas a la esclavitud y más atentas a los derechos de la mujer. Lo que cuentan algunas crónicas es más extraño, e incluso políticamente incorrecto. Herodoto menciona que en Babilonia la virgen se emancipaba acudiendo al templo hasta que algún varón arrojase una moneda en su regazo –tanto daba de oro como de estaño-, y yaciendo con él. Este rito, que a algunas les tomaba años (por falta de aspirante a sus favores), era el examen de grado para elegir cualquier cosa ulterior: matrimonio, soltería o promiscuidad. No tan distinta, la costumbre de muchas campesinas asiáticas es pasar unos años (tres o cuatro a partir de su primera menstruación) en la aldea natal, tejiendo y destejiendo las relaciones juveniles contraídas, otros tantos años en la profesión de Afrodita y, finalmente, volver a su pueblo con recursos para vivir en familia o para establecer un nuevo hogar por matrimonio. Dos libros recientes de antropología social -Las hermanas de Patpong de Cleo Odzer, una investigadora norteamericana, y otro de entrevistas a chicas de alterne en Bangkok, debido a R. Ehrlich y D Walker- niegan que esta situación les parezca un trabajo especialmente degradante o destructor, y confirman la falta de estigma social. En ese país las mujeres se piropean unas a otras exclamando: “¡estás guapa como una putilla!”. Aunque se encuentren separadas por milenios, nada es de peor agüero en estas tradiciones que el himen de la púber, justamente al contrario de lo que establecen monoteísmos como el cristiano, el hindú o el islámico, donde dicha membrana constituye una propiedad familiar y sólo se enajena por enlace formal. En sociedades avanzadas las relaciones heterosexuales son tan libres, desde la pubertad en adelante, que incluso instituciones tradicionalmente protegidas por el tabú y la pena capital –empezando por el adulterio- han dejado de figurar en los códigos penales, y no son alegables tampoco a efectos de reparación económica. De hecho, quienes asumen ahora las grandes controversias teóricas son colectivos gays y lésbicos, hasta el extremo de que los bibliotecarios anglosajones han troquelado la categoría “estudios queer” para clasificar una amplia producción de sociología, psicología, historia, literatura, religión y filosofía moral. Uno de sus temas recurrentes es dilucidar si la heterosexualidad resulta “una construcción del poder a través del lenguaje” (como propuso Foucault en su Historia de la sexualidad) o algo apoyado en sustratos orgánicos y genéticos. El otro gran dilema es adherirse a la corriente “integracionista” o a la corriente “separatista”, también llamadas acomodaticia y radical respectivamente. Como están privadas todavía del acceso a matrimonio y adopción, esas personas dicen –en los términos de Boti García Rodrigo, copresidenta del Colectivo de Gays y Lesbianas de Madrid (Cogam)- que “somos ciudadanos de segunda clase, objeto de burla e insulto, para quienes la democracía no ha llegado aún”. En una pequeña ciudad tailandesa, viendo a dos peones de albañil femeninos preparar cemento, mientras al otro lado de la calle unas rameras juveniles piden a panzudos turistas que simplemente se dejen acompañar por ellas, estaba fuera de duda que si una mujer le cortase el pene a su marido mientras duerme sería castigada, con mayor o menor rigor atendiendo a las circunstancias del caso. No hace mucho, en los USA, una mujer fué declarada inocente y absuelta tras hacer precisamente eso a un esposo dormido, con el respaldo de algunas asociaciones que propugnaban talas fálicas indiscriminadas si se producía otro veredicto. El feminismo belicoso prolifera mucho donde ya reina una igualdad jurídica, y prácticamente nada donde esa igualdad brilla por su ausencia, como sucede en Asia, Africa o Latinoamérica. Los cínicos dirán que el varón resulta menos apreciado -o consentido- allí donde menos canalla resulta con su media naranja. Por otra parte, se entiende perfectamente que un rencor indisimulado sólo aflore al diluirse el miedo a represalias domésticas y públicas. Pero la emancipación de la mujer es irreversible, y veremos si en aquellas regiones donde más urge viene acompañada en la misma medida por ánimos de revancha. Ateniéndome a Asia, hombres y mujeres parecen coincidir en lo que sugiere un viejo refrán: nadie es más que nadie (aunque no podamos ser más distintos los unos de los otros).
Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org
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